Tengo cierto temor, no voy a negarlo. Este 2020 ha traído consigo uno de esos puntos de inflexión que marcan el devenir de una nación y suponen un claro cambio de rumbo en su Historia. Estos hitos, cada uno en su época, fueron el inicio de enormes cambios económicos y sociopolíticos. Podría tratarse de la caída del Imperio Romano en el 476 d.c, la epidemia de peste negra en 1348, el descubrimiento de América en 1492, la Revolución Francesa en 1789, la Gran Guerra en 1914, el auge del III Reich y su caída (1933-1945), la caída del muro de Berlín en 1989 o el 11-S en 2001. Sólo son algunos ejemplos que, de un modo u otro, afectaron a las vidas cotidianas de millones de personas alrededor del mundo.
Hechos de muy distinto pelaje, con centenares de diversas causas y complejidades pero que comparten ciertos patrones en sus consecuencias. El ser humano alberga en su genoma los ecos de supervivencia que milenios atrás nos permitían enfrentarnos a depredadores, hambrunas, enfermedades o cualquier adversidad que supusiera una amenaza a nuestra existencia. Esos ecos han sido, de manera más o menos involuntaria, el motor que impulsó determinadas corrientes y rupturas con lo establecido. El instinto de supervivencia es algo primitivo y atávico y, como tal, escapa a cualquier intento de control o represión. En todo caso, basta con que se adueñe de un puñado de dirigentes para hacer notar su efecto a nivel global.

El miedo, el desconcierto, la inseguridad y finalmente, el pánico. Un cisma del calibre de la epidemia de coronavirus es capaz de iniciar una cascada de conductas globales que supongan un torpedo en la línea de flotación de nuestro sistema económico. El capitalismo funciona gracias a una compleja red global de sistemas basados, todos ellos, en la confianza. Sólo cuando existe confianza en obtener un beneficio, el capital se desplaza de un sitio a otro, se invierte y, en definitiva, actúa de combustible del sistema. Cada individuo busca la manera de obtener el suficiente capital que le garantice la supervivencia. Para ello, ofrece aquellas habilidades de las que disponga, cuanto más especializadas y exclusivas, mayor será el interés por las mismas y, por tanto, mayor la porción de capital que reciba. En cambio, si las habilidades del individuo son en exceso comunes, es posible que no logre hacerse con un sustento estable.
Pero, ¿qué ocurre si eliminamos de la ecuación a la confianza? Lo lógico es pensar que, aquel que posee el capital, se pensará seriamente si es el momento de moverlo o invertirlo, puesto que no tiene certezas de que vaya a recuperarlo; mucho menos de obtener beneficio. Por tanto, todos los que vivimos de ese ir y venir de capital, comenzaremos a tener dificultades para arañar una parte de él. Habrá menos en circulación, mientras que nosotros seremos los mismos y, por tanto, la competencia se tornará feroz.
Una vez instalados en esa dinámica, el poco capital que el obrero obtenga, será utilizado para las prioridades de sustento, dejando de lado aquellos productos no esenciales. A la vez que las cifras aumenten, la confianza continuará en caída libre hasta que nuestro espléndido sistema económico quede reducido a la llamada "economía de subsistencia", donde los principales productos serán aquellos enfocados a paliar las necesidades primarias del ser humano.
He vivido varias crisis durante mi vida. Todos recordamos la principal, la de 2008. Se derrumbó la confianza que existía en que la construcción de vivienda y sus beneficios asociados nunca cesarían. En pocos meses, la nube de ensoñación en la que vivíamos (un obrero de la construcción con cierta cualificación podía ganar 4000 o 5000 euros mensuales), se evaporó, dejándonos ver la cruda realidad. Si 5 millones de parados nos parecieron en aquel entonces el infierno en la tierra, imaginemos ahora lo que supondrá, para una maltrecha nación como la nuestra, 7 u 8 millones de desempleados. Yo os lo diré: será el fin de nuestro estilo de vida.
A la par que esto ocurra, la polarización política se hará más evidente, puesto que la masa busca seguridad por naturaleza y en situaciones de crisis global, cree hallarla en aquellos discursos incendiarios que señalan a algún culpable. Lo sé porque ya lo he visto. En la Alemania de los años 30, la crisis económica que azotaba a todo el planeta tras el crack del 29, provocó el auge del partido nacional socialista. Alemania se encontraba en un pozo sin aparente salida. Arrastraba las indemnizaciones impuestas por el Tratado de Versalles tras la Primera Guerra Mundial, cifras de empleo insostenibles y la pérdida de sus colonias. Adolf Hitler reconoció la oportunidad que la Historia le brindaba y se lanzó a un discurso de confrontación que repudiaba el Tratado de Versalles, acusaba a los banqueros y a los ricos de la usura y del hundimiento de la nación, además de señalar a los marxistas y a los judíos como los dos grandes enemigos. Un discurso apocalíptico y unas bases militarizadas como las SA fueron el eje sobre el que cimentó su ascenso al poder.
El ejemplo alemán puede parecer alejado de nuestra realidad, pero esos hombres y mujeres que alzaron a un genocida al poder, no eran muy diferentes a nosotros. No somos especiales ni inmunes a las conductas que podamos adoptar si el miedo nos invade. En nuestro país, tanto la izquierda como la derecha ya han puesto en marcha la maquinaria de deshumanización del adversario. Es un mecanismo harto conocido y especialmente dañino. No hablamos de desprestigiar al adversario político intentando tumbar su discurso, en absoluto. De hecho, prácticamente no se entra en el argumentario del rival. Mediante el uso de las redes sociales, se emplean una serie de consignas sencillas y claras, la mayoría de veces basadas en estereotipos. Después, se incide constantemente en ellas siempre que se mencione al rival o se le conteste. La idea es no caer jamás en el intercambio de opiniones, sino que se decide ningunear por completo cualquier interacción o pregunta que se reciba por parte del adversario político.
Pongamos por ejemplo la consigna: "VOX es un partido racista". Es un mensaje basado en la idea que se tiene de VOX, en el estereotipo de la persona de derechas que la parroquia menos formada de la izquierda tiene en mente. Después, ante una pregunta de un parlamentario de VOX, dejando a un lado el contenido de la misma, se le contesta con un "Usted es el líder de un partido racista y homófobo. No podemos tomarnos en serio lo que digan". Y a otra cosa.
Más tarde, la masa se hace cargo de la labor a través de Twitter, subrayando una y otra vez que cualquier miembro de VOX y la mayoría de sus votantes son fascistas, machistas, homófobos, franquistas, cayetanos, etc... Una vez que tu rival político adquiere la vitola de fascista, deja de verse como a una persona y queda justificado prácticamente cualquier acto en su contra. Da igual que haya parlamentarios negros y homosexuales dentro de VOX. Eso es irrelevante. Lo importante es ser dueños de la narrativa que inflige los calificativos a los enemigos.
Ése es el juego del populismo. El propio VOX también lo intenta, pero en absoluto posee la potencia de fuego ni la habilidad comunicativa de la izquierda, por lo que sus defensores poco más que parecen memes cuando intentan moverse por Twitter. Sencillamente no entienden el lenguaje de las redes sociales.
No me gusta lo que se está gestando delante nuestra. Y me temo que no acabará bien para buena parte de este país.
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