Los años de la Transición española transcurrieron por unas aguas turbulentas y plagadas de peligros: el Ejército, el golpismo o la extrema derecha eran temores con los que los políticos —muchos de ellos recién llegados del exilio— tuvieron que lidiar con escrupulosa precaución.
Mientras Suárez se rompía la cabeza pensando en cómo iba a legalizar al PCE sin que se le echara el ejército encima, Santiago Carrillo hacía lo propio en relación a cómo iba a encajar a sus bases en una socialdemocracia a la europea. No era fácil la postura del Secretario General del Partido Comunista.
El PCE —o simplemente el Partido— había sido la única organización que durante 40 años había plantado cara al franquismo en la mismísima arena, pagando un indudable precio en forma de hostigamiento, tortura, cárcel, fusilamientos o garrote vil. Los líderes exiliados al finalizar la guerra, habían vivido toda su vida en Francia, Italia o en la Unión Soviética, y a su regreso, se encontraron con una organización sólida y curtida en las comisarias franquistas y en las carreras delante de los grises. Esa gente tenía claro que su lucha, su sangre, sus años de prisión y su resistencia habían de valer la pena, y pretendían obtener no sólo la libertad, sino un espacio de libertad justo, equitativo y cimentado en las consignas clásicas de su ideología: revolución, democracia de base, república, propiedad colectiva, socialización de medios de producción, banca pública. etc. Por tanto, Carrillo se situaba en una posición nada cómoda, de la que intentó salir mediante la baza del eurocomunismo.
El eurocomunismo era una corriente iniciada en los años 70 por algunos partidos comunistas de Occidente (PCI, PCE, PCF) que decidieron desmarcarse del PCUS y de la revolución proletaria para aceptar algunos de los pilares fundamentales de las democracias europeas, procurando un mayor acercamiento a las clases medias.
La renuncia a la revolución, al partido único y a la dictadura del proletariado —es decir, la renuncia al leninismo— permitió la legalización del PCE y la entrada de los comunistas en el Congreso. En este caso, Santiago Carrillo, tuvo que tomar una decisión basada en la necesidad, aunque años después le costaría la cabeza como líder comunista.
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Tampoco estuvo exento de renuncias el PSOE, que a pesar de tener asegurada su legalización, decidió abandonar los postulados marxistas que antaño sus bases y dirigentes habían enarbolado. En este caso, se trató más de una estrategia electoral que de una necesidad como tal. En una España como la de la Transición, el grueso de la población no poseía estudios superiores y el marxismo les sonaba a comunismo, del que tampoco sabían nada, excepto que mataban niños y se los comían; la maniobra de Felipe González se tornó existosa en tanto que pocos años después ganaba las elecciones generales por mayoría absoluta.
Por tanto, a finales de los 70 principios de los 80, dos líderes de la izquierda decidieron iniciar una revolución interna contra sus propias ideologías en aras de mejorar su posición de poder en la sociedad, con resultados bien diferentes y sobradamente conocidos. Si entendemos la ideología como el conjunto de ideas y creencias construidos para legitimar los intereses de un grupo o clase social, no parece a priori que aquella fuera una decisión fácil. A toro pasado, los socialistas se jactarán de que aquella decisión fue brillante para la marca PSOE, aunque es discutible que lo fuera para el significado real de sus siglas. El PCE, por su parte, partiendo con la mayor ventaja de todos los grupos de la oposición franquista, dilapidó todo ese poder social para facilitar una Transición sin sangre en las calles. Murió con honor al aceptar las duras condiciones que le impusieron para su legalización.
La analogía con el año 2016 no es sencilla, pero cabe el análisis si nos cuestionamos por qué Podemos pone por delante el referéndum catalán para comenzar a hablar con cualquier formación. Es evidente que la gran mayoría de los cinco millones de españoles que votaron al partido de Pablo Iglesias no lo hicieron para favorecer la secesión catalana, sino para dar solución a la emergencia social que se vive y para depurar las instituciones de los parásitos que hasta ahora las han ocupado. El referéndum catalán es la renuncia que Pablo Iglesias debería estar obligado a hacer para poder iniciar esta segunda Transición.
Decía Churchill: "No dejéis el pasado como pasado, porque pondréis en riesgo vuestro futuro".
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