viernes, 4 de marzo de 2016

La Auctoritas y la Potestas

Un 80% de los españoles opina que el tiempo de Mariano Rajoy ha terminado y que debe, por tanto, dar paso a otro dirigente. Casi un 40% de los votantes del PP opinan lo mismo según la encuesta que Metroscopia ha publicado hoy.

El poder o la potestas debe de tener una parte muy golosa cuando el señor Mariano Rajoy, sabiendo que 8 de cada 10 españoles quiere darle puerta, insiste en quedarse donde está. Por eso los romanos distinguían muy claramente en su Derecho los términos de auctoritas y de potestas. La auctoritas pertenece a aquellos que ostentan una capacidad moral reconocida y legitimada socialmente para emitir opiniones cualificadas sobre cualquier decisión. Y la potestas, en cambio, es la capacidad legal para hacer cumplir esa decisión; es decir, es el poder que te otorga el cargo institucional. Lo ideal para un líder sería gozar de ambas cualidades, pero es harto complicado que los aristoi, reconocidos por su auctoritas, lleguen al poder, como expliqué en el artículo Aristocracia y Oligarquía




La auctoritas no se puede comprar ni heredar, ni siquiera se puede aprender en ningún curso de coaching para snobs; la auctoritas la otorga el colectivo en un plano casi inconsciente. Existe algo en nuestras mentes que nos hace reconocer la auctoritas en un hombre o en una mujer. Incluso discrepando de sus opiniones, el colectivo respeta y admite la condición de persona venerable y digna de ser escuchada con atención. Era el caso de Clara Campoamor, que en base a su auctoritas, llegó a ser una de las pocas abogadas de su época, influyendo decisivamente en la obtención del sufragio femenino. También lo era Martin Luther King y su lucha por los derechos civiles o la Madre Teresa de Calcuta en su entrega a los necesitados.



Nelson Mandela, en los 27 años que estuvo en la cárcel, siempre conservó la auctoritas, porque no se puede arrancar a la fuerza ni destituir al individuo de su condición, es algo que el individuo obtiene a lo largo de su vida en base a sus hechos y a su trayectoria vital. Cuando fue elegido Presidente de Sudáfrica, Mandela obtuvo la potestas, que aunque es caduca y volátil, también es mucho más efectiva a corto plazo que la auctoritas. El caso de Mandela es excepción entre los dirigentes contemporáneos.


A los tiranos les preocupa la obtención de la potestas para sí, pero también la destrucción de la auctoritas por considerarla una amenaza a sus intereses. Es por ello que en las dictaduras se persigue a los intelectuales y a los librepensadores, además de a los disidentes y a los artistas. También las democracias europeas practican esta persecución, que aunque no sea sangrienta, no deja de ser perjudicial para el que la sufre. En muchas democracias, la persona con auctoritas es silenciada o vilipendiada en los medios de comunicación, para acallar o tergiversar su mensaje e intentar debilitar su influencia.

Mariano Rajoy nunca ha sido poseedor de la auctoritas, y su apego a la potestas no es más que el reflejo de la decadencia de su liderazgo. ¿Dónde está la auctoritas?

Quién sabe.


jueves, 3 de marzo de 2016

La Transición de Carrillo e Iglesias

Los años de la Transición española transcurrieron por unas aguas turbulentas y plagadas de peligros: el Ejército, el golpismo o la extrema derecha eran temores con los que los políticos muchos de ellos recién llegados del exilio tuvieron que lidiar con escrupulosa precaución.

Mientras Suárez se rompía la cabeza pensando en cómo iba a legalizar al PCE sin que se le echara el ejército encima, Santiago Carrillo hacía lo propio en relación a cómo iba a encajar a sus bases en una socialdemocracia a la europea. No era fácil la postura del Secretario General del Partido Comunista. 

El PCE o simplemente el Partido— había sido la única organización que durante 40 años había plantado cara al franquismo en la mismísima arena, pagando un indudable precio en forma de hostigamiento, tortura, cárcel, fusilamientos o garrote vil. Los líderes exiliados al finalizar la guerra, habían vivido toda su vida en Francia, Italia o en la Unión Soviética, y a su regreso, se encontraron con una organización sólida y curtida en las comisarias franquistas y en las carreras delante de los grises. Esa gente tenía claro que su lucha, su sangre, sus años de prisión y su resistencia habían de valer la pena, y pretendían obtener no sólo la libertad, sino un espacio de libertad justo, equitativo y cimentado en las consignas clásicas de su ideología: revolución, democracia de base, república, propiedad colectiva, socialización de medios de producción, banca pública. etc. Por tanto, Carrillo se situaba en una posición nada cómoda, de la que intentó salir mediante la baza del eurocomunismo





El eurocomunismo era una corriente iniciada en los años 70 por algunos partidos comunistas de Occidente (PCI, PCE, PCF) que decidieron desmarcarse del PCUS y de la revolución proletaria para aceptar algunos de los pilares fundamentales de las democracias europeas, procurando un mayor acercamiento a las clases medias.
La renuncia a la revolución, al partido único y a la dictadura del proletariado —es decir, la renuncia al leninismo— permitió la legalización del PCE y la entrada de los comunistas en el Congreso. En este caso, Santiago Carrillo, tuvo que tomar una decisión basada en la necesidad, aunque años después le costaría la cabeza como líder comunista.






Tampoco estuvo exento de renuncias el PSOE, que a pesar de tener asegurada su legalización, decidió abandonar los postulados marxistas que antaño sus bases y dirigentes habían enarbolado. En este caso, se trató más de una estrategia electoral que de una necesidad como tal. En una España como la de la Transición, el grueso de la población no poseía estudios superiores y el marxismo les sonaba a comunismo, del que tampoco sabían nada, excepto que mataban niños y se los comían; la maniobra de Felipe González se tornó existosa en tanto que pocos años después ganaba las elecciones generales por mayoría absoluta. 

Por tanto, a finales de los 70 principios de los 80, dos líderes de la izquierda decidieron iniciar una revolución interna contra sus propias ideologías en aras de mejorar su posición de poder en la sociedad, con resultados bien diferentes y sobradamente conocidos. Si entendemos la ideología como el conjunto de ideas y creencias construidos para legitimar los intereses de un grupo o clase social, no parece a priori que aquella fuera una decisión fácil. A toro pasado, los socialistas se jactarán de que aquella decisión fue brillante para la marca PSOE, aunque es discutible que lo fuera para el significado real de sus siglas. El PCE, por su parte, partiendo con la mayor ventaja de todos los grupos de la oposición franquista, dilapidó todo ese poder social para facilitar una Transición sin sangre en las calles. Murió con honor al aceptar las duras condiciones que le impusieron para su legalización. 




La analogía con el año 2016 no es sencilla, pero cabe el análisis si nos cuestionamos por qué Podemos pone por delante el referéndum catalán para comenzar a hablar con cualquier formación. Es evidente que la gran mayoría de los cinco millones de españoles que votaron al partido de Pablo Iglesias no lo hicieron para favorecer la secesión catalana, sino para dar solución a la emergencia social que se vive y para depurar las instituciones de los parásitos que hasta ahora las han ocupado. El referéndum catalán es la renuncia que Pablo Iglesias debería estar obligado a hacer para poder iniciar esta segunda Transición. 

Decía Churchill: "No dejéis el pasado como pasado, porque pondréis en riesgo vuestro futuro".

martes, 1 de marzo de 2016

Otegi sale de la cárcel

Hoy ha salido de la cárcel de Logroño el líder de la izquierda abertzale Arnaldo Otegi tras cumplir 6 años y medio de condena por intentar reconstruir la ilegalizada Batasuna. Y lo hace en loor de multitudes e imbuido del romanticismo del preso político que se ha mantenido firme ante la opresión del Estado. Toda esta retórica aburridísima y pedante sólo tiene un culpable: la Ley de Partidos de 2002.

José María Aznar que ahora vive en la burbuja de su propio superego y en el convencimiento pleno de su superioridad fue el gran artífice de una de las leyes más sombrías que se han legislado en la democracia española. Una ley que se gestó tras una época de fallidos intentos de negociación del Gobierno con ETA, donde hasta el propio Aznar, justiciero a la postre contra el terrorismo, nombraba a su causa "movimiento vasco de liberación". Años después todos fuimos testigos de cómo el Partido Popular echaba en cara al PSOE de Zapatero el proceso de paz que éste inició, insinuando de la manera más rastrera que se estaba traicionando a los muertos; aquello fue deleznable. 



Tras verse Aznar herido en su orgullo por no pasar a la historia como el Presidente que acabó con ETA negociando, decidió pasar a la acción en su segunda legislatura. Ya con mayoría absoluta y una economía que crecía al ritmo del ladrillo, el Gobierno de Aznar aprobó la Ley de Partidos haciendo gala del rodillo parlamentario. Se trató de una ley a la carta para acabar con los representantes de Batasuna en las instituciones. La libertad de expresión pasó a un segundo plano y, con la colaboración inestimable de los jueces puestos por ellos, se inició la limpia de cualquier intento de la izquierda abertzale por continuar en política. Todos a la cárcel, ese fue el lema. 

Pertenencia a banda armada, enaltecimiento del terrorismo, injurias a la Corona... daba igual, cualquiera de ellas era válida para meter en prisión a los abertzales. En la mayoría de los casos, unas declaraciones, un vídeo de una manifestación, un acto en recuerdo de los presos o una simple fotografía bastaba para que se lanzaran condenas a diestro y siniestro. Esta política fue efectiva a corto plazo, es cierto —se trataba de poner tierra de por medio y de eliminar las subvenciones del Estado por cada escaño obtenido—, pero a largo plazo, el Estado fue engendrando mitos locales. Mártires. Líderes. 





El preso político como figura social es uno de los símbolos más sólidos de legitimación del liderazgo que la sociedad siempre ha reconocido. Otegi no es Nelson Mandela, pero de cara a los nacionalistas vascos sí que es un símbolo de coherencia y de lucha por las mismas ideas que ellos poseen. Su pueblo se reconoce en él y empatiza con sus seis años de sufrimiento por aquello que ellos mismos también defienden. Es la creación de un mito moderno a raíz de una ley estúpida. Por eso en las próximas elecciones vascas Bildu conseguirá la mayoría absoluta y por eso es tan peligroso legislar en base al odio o al rencor personal de unos pocos.