Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) vuela alto, muy alto. Es el ave fénix de la creatividad en el séptimo arte. Cuando la vi hace unos meses en el cine, me produjo una sensación de tranquilidad y sosiego similar a cuando alguien cabreado suelta una parrafada con la que estás totalmente de acuerdo y asientes en silencio: existe una luz en toda esta oscuridad.
Con un único y ficticio plano secuencia, Iñarritu (21 gramos, Amores Perros, Babel) nos cuenta la historia de un actor en horas bajas (Michael Keaton), que antaño interpretó a un icónico superhéroe, y que ahora decide apostarlo todo para llevar a Broadway una obra de teatro de producción propia. Para ello cuenta con Mike Shiner (Edward Norton), un actor de método indomable que odia el mainstream y la industria y que piensa que «la popularidad es la cuñadita guarra del prestigio». Por su parte, Emma Stone, con esa mirada penetrante que hipnotiza al espectador, nos regala una actuación de altísimo nivel mandando a paseo su papel en The Amazing Spiderman.
Birdman es algo diferente, fresco; una patada a los cheques millonarios que inundan las superproducciones hollywoodienses y sus taquillazos repletos de Transformers o 50 Sombras de Grey. Es una apuesta arriesgada pero ganadora, que sorprende a cinéfilos y a profanos en la materia.
Iñarritu explora magistralmente el narcisismo y la frustración de los actores, el infantilismo del público; la injusticia del crítico ante el esfuerzo del productor que se deja años de vida para sacar adelante un proyecto y que es arrollado por un artículo en Variety. El mexicano da un golpe en la mesa y exige reflexión ante la deriva del cine. No todo en la vida debe ser mercantilizado a la extenuación. ¡Respetemos el arte coño!
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