La palabra aristocracia proviene del griego aristoi (los mejores) y de krátos (fuerza, poder, gobierno). Es decir, el gobierno de los mejores. Aristóteles (aristos = mejor y teleos = fin; el que busca el mejor fin) creía que la aristocracia era una de las tres formas de gobierno puras junto con la monarquía y la democracia. Para su maestro Platón, suponía la mejor forma de dirigir los designios del pueblo; una élite intelectual formada por los filósofos más sabios garantes del conocimiento.
Aristóteles pronto se dio cuenta que la aristocracia podría sufrir alteraciones y deformarse en otra forma de gobierno impura en la que unos pocos acopiarían el poder: la oligarquía. El conocimiento y la sabiduría de los filósofos dejaba paso al poder adquisitivo de esta nueva minoría.
El gobierno de los mejores y la ansiada meritocracia es una utopía a la que el hombre occidental ha recurrido para enjugarse las lágrimas contemplando los viles gobiernos que ha padecido. Por alguna extraña razón, los virtuosos raras veces llegan a detentar poder y casi siempre se ven arrollados por una clase de hombres muy diferentes a ellos. No se diría que son hombres de gran capacidad intelectual, sino que son listos, sagaces, vivos. Mientras que el sabio reflexiona o filosofa, el hombre sagaz actúa y actúa rápido. Se sabe secundado por un capital que le permite adoptar medidas eficaces en su beneficio. Siempre se ha dicho que el dinero atrae el dinero. Las ideas ilustradas, el conocimiento o la erudición no son rivales que puedan someter al dinero. De hecho, la oligarquía ve en la cultura un peligro para sus intereses. Sospecho que por eso los gobiernos han estado cuarenta años demorando una reforma educativa seria al estilo nórdico y han decidido marginar al Ministerio de Educación con presupuestos residuales.
Un pueblo inculto es un pueblo sometido; una masa de gente acrítica que vive en el oscurantismo cultural y escucha cómo desde el púlpito el párroco interpreta las sagradas escrituras. En el Concilio de Trento, España eligió al dios equivocado. Decidimos quedarnos con el Dios oscuro y reaccionario y darle la espalda a Martín Lutero y a su reforma. Los pueblos que eligieron al dios luterano se alfabetizaron para poder leer la Biblia, mientras que los pueblos católicos prefirieron que fuera el cura de turno el que leyera e intepretara los Evangelios. Ésa era la ocasión de cambiar nuestra Historia y huir de la oscuridad, del analfabetismo y de la religión del crucifijo y el cerrojo. Eso nos hizo viles, traicioneros, cainitas y temerosos. El pobre ignorante señalaba con el dedo al vecino, se amedrentaba ante la denuncia y la envidia campaba a sus anchas por su moral podrida. La Inquisición, el mazo de Cristo, creó un pueblo de miradas cabizbajas y de susurros y silencios. Nuestro pecado y nuestra penitencia.
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