viernes, 24 de marzo de 2017

Aquí, en Europa

Cuando un loco atropella a una treintena de personas en el centro de Londres o vacía un cargador de AK-47 en una sala de baile de París, nuestra sociedad occidental reacciona con tal desconcierto e inseguridad que uno se pregunta en manos de quién estamos. Es decir, es evidente que en Europa tenemos un nivel de vida descaradamente superior a la mayoría del globo, aunque nos empeñemos en quejarnos constantemente de las minucias absurdas que forman parte de nuestro día a día.

Aquí, en Europa, nadie muere de hambre y es muy extraño que te rajen el cuello para robarte el teléfono o que te claven un puñal en el pecho para quedarse con tu dinero. Tampoco aparecen grupos de enmascarados en nuestros hogares para decapitar a un familiar mientras nos obligan a observar la escena.

Aquí, en Europa, a las niñas pequeñas no se les realiza la ablación del clítoris ni se las casa con cualquier viejo a cambio de treinta cabezas de ganado. Tampoco existen carteles de la droga que dominen provincias enteras donde ni siquiera el ejército se atreva a entrar. No tenemos esclavos ni obligamos a nuestros niños a prostituirse en cualquier calle de Madrid, Milán o Berlín. No hacinamos a nuestros presos ni dejamos el control de las cárceles a merced de las bandas.

Aquí, en Europa, no tenemos a gobernantes que gasten todo el presupuesto en armamento nuclear ni que prohíban el uso de Internet a la población. En Europa no sacamos el agua de los pozos con nuestras propias manos ni mandamos a nuestros críos a recorrer varios kilómetros de caminos polvorientos para llegar a la escuela. No tenemos que utilizar el mismo calzado hasta que la suela se desgaste ni pasamos varias semanas sin darnos un baño. Aquí, en Europa, las mujeres no son violadas entre diecisiete energúmenos en un transporte público de Bombay. En Europa las mujeres no visten burkas ni son propiedad de sus maridos.

Una de las víctimas del puente de Westminster


Aquí, en Europa, vivimos en nuestra propia burbuja. Podemos elegir no querer saber nada de todo lo anterior o podemos elegir estar informados. Sin embargo, nunca llegaremos a comprender qué es el mundo real ni quién es el ser humano bajo la presión de la supervivencia. En Europa no conocemos el instinto que mueve al resto de las sociedades. Aquí, competimos entre nosotros para que nos contraten en un trabajo, nos den un premio o para ligar con una chica o con un chico. En el mundo real, que empieza en nuestra frontera este, a poco más de tres horas en avión, las personas compiten entre ellas por otro tipo de cosas. Compiten por un pedazo de tierra, por comer ese día o por imponer su fe a los demás. Y no compiten con currículos o con vídeo presentaciones, no; compiten utilizando la fuerza y el horror, de maneras tan atroces que ni siquiera podemos intuir la realidad.

En Europa no tenemos ni puta idea de lo que es la lucha por la supervivencia. Hace siglos, lo sabíamos, pero nuestra sociedad tecnológica ha sucumbido a su propia endogamia y ahora no lo sabe. Vivimos mirando una pantalla y pensamos en los suscriptores de YouTube, en las visitas de Instagram o en los seguidores de Twitter. Información al instante y todos contentos y felices... hasta que un pobre desgraciado que camina por el puente de Westminster en dirección al trabajo, escucha un griterío a lo lejos y antes de que pueda levantar la cabeza de su smartphone es arrollado hasta la muerte por un yihadista.

Es aquí, en estos pequeños momentos de caos y desconcierto, cuando los dos mundos se cruzan y es aquí, cuando nuestra sociedad toma consciencia por un sólo segundo de la burbuja en la que vive y de que existen horrores tan reales como el aire que respiramos. Pero tranquilos, esa sensación tan molesta de inseguridad se esfuma cuando el horror deja de ser trending topic.


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