Cuando hace un par de días observé cómo un pelotón entero de la Guardia Nacional estadounidense hincaba la rodilla ante un centenar de manifestantes, tuve la certeza absoluta de que Occidente estaba condenado. El tándem del Primer Mundo, formado por la Vieja Europa y su alumno aventajado, los implacables Estados Unidos de América, iban a verse derrotados por un ejército de fanáticos criados al calor de la mercantilización de la imagen y guiados por la infantilización de sus cavernosos cerebros.
Éste era el final del camino de dos mil años de Historia cimentada en la sangre de la hoja del gladius romano y en las tragedias de Eurípedes; en la belleza del Califato Omeya de Córdoba y su Medina Azahara, en la grandeza de Carlomagno y su Sacro Imperio; en el Cantar del Mío Cid y en la Asturias de Don Pelayo; en la Universidad de Salamanca y en la Escuela de Traductores de Toledo; en las Cruzadas a Tierra Santa y en la Orden del Temple; en la devastación de la Peste Negra y en las herejías cristianas; en la Pinta, la Niña y la Santa María; en el Tercio Viejo de Cartagena y sus temibles piqueros y arcabuceros; en Felipe II y en su Imperio, donde jamás se ponía el sol; en el Hombre de Vitruvio de Leonardo y la Capilla Sixtina de Miguel Ángel; en el telescopio de Galileo y en el modelo de Copérnico; en Tomás de Torquemada y el temor al Santo Oficio de la Inquisición; en la Macbeth de Shakespeare y en El Perro del Hortelano de Lope; en la Ley de la Gravedad de Isaac Newton y en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; en la Toma de la Bastilla y en el Terror de Robespierre; en la Primavera de los Pueblos y en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels; en el Crimen y Castigo de Dostoievsky y en la Ana Karénina de Tolstoi; en la E=mc² de Albert Einstein y en la radioactividad de Marie Curie; en la Gran Guerra y en la Toma del Palacio de Invierno; en los Felices Años 20 y en la terrible naturaleza de Hitler; en el Desembarco de Normandía y en el abismo nuclear de Hiroshima y Nagasaki; en la Guerra Fría y en la muerte de Kennedy; en el sueño de Martin Luther King y en el pequeño paso de Neil Armstrong; en el Telón de Acero y en la caída del Muro de Berlín; en la muerte de Freddie Mercury y en el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York; en el Euro y en el Brexit; en la caída de Leman Brothers y en el ascenso de Barack Obama.
Después de tantas penurias y tanta luz, Occidente ha decidido por fin suicidarse. Ha encontrado la bala de plata que pondrá fin a todo lo conocido para dar paso a algo terrible, la idiocracia. No hay nada peor que un necio fanatizado, dirigido. Porque el estúpido no posee los elementos de juicio necesarios para priorizar el instinto de supervivencia; no los necesita. Sólo requiere de órdenes claras y simples, de etiquetas predefinidas a las que aferrarse y de discursos vacíos de todo y llenos de nada. El necio necesita una religión secular, que le proporcione un propósito en medio de su vida desposeída de valores y plagada de frustración. La frustración es el combustible que mueve los motores gripados de los más simples que, en el fondo, siempre han sido munición en manos de mentes superiores.
La izquierda ha comprendido de manera brillante, a mi parecer, que la lucha de clases no tenía sentido en nuestros días, ya no. Es por ello que tras algunas décadas de ensayo y error, ha encontrado el momento ideal para plantar nuevas semillas de rápida germinación. Mediante una amalgama de ideologías basadas en la confrontación de dos bandos, ha elaborado un pastiche que no tiene rival aparente. Ha combinado con la habilidad de un cirujano el movimiento feminista de cuarta ola con el antifascismo hijo del fracasado movimiento antiglobalización; lo ha aderezado con un poco de ecologismo new age teenager y le ha dado consistencia mediante el antirracismo y un amplio conocimiento de la comunicación en redes sociales. A fuego lento durante más de un lustro, la izquierda ha terminado por cocinar y servir —con éxito— una religión secular que ha logrado meter en el gaznate de millones de eunucos dispuestos a inmolarse sin dudarlo. No se les promete un paraíso con 72 vírgenes, pero sí lograrán aceptación en Instagram y en Twitter, lo que para muchos de estos cretinos es un plato mucho más suculento.
Nacieron con un smarphone en la mano y las grandes corporaciones aprovecharon la oportunidad. Los sepultaron bajo toneladas de información vacía, contradictoria y destinada a generar confusión. Ante tal cantidad de estímulos, prefirieron los textos cortos a los largos, los tuits a los artículos y los vídeos a los libros. El resultado es más que evidente: un ejército de estúpidos lobotomizados.
Basta un hashtag en Twitter o una corriente en Instagram, para que marchen al frente y se ofrezcan como meras herramientas de aquellos que dirigen lo que leen, buscan y comparten a través de algoritmos generados en el desierto de Nevada. Si lo que está de moda es arrodillarse ante un negro porque la masa lo indica, ellos no dudarán en hacerlo. La pregunta es qué pasará cuando se les pida que aprieten el gatillo de la 9 mm que apunta a sus sienes.