Las redes sociales han crecido los últimos años amantadas por
el odio; se nutren de él. Ni siquiera hay que profundizar demasiado en ellas
para darse cuenta de que son un pozo sin fondo de miseria moral. En concreto
Twitter, que es el foro social más concurrido a diario para comentar la
actualidad, desprende un tufo a ponzoña insoportable. En Silicon Valley lo
saben, pero sería de estúpidos combatir aquello que te da de comer y, por tanto,
se han escudado en la siempre socorrida libertad de expresión para lavarse las
manos en este tema. Twitter es el patio de colegio donde dos críos se parten
los morros en el recreo mientras una docena forman un corrillo y corean sus nombres. La
diferencia es que en este colegio el director observa la escena desde su
ventana, sonríe, y continúa contando su cash.
A mí, Twitter me fascina y me asquea a partes iguales. Me
fascina el hecho de que cualquier evento o circunstancia que ocurra en el
planeta y que tenga cierta relevancia, salte a la plataforma en cuestión en
segundos. Y me asquea que, a los pocos minutos, ya haya un par de gilipollas
quejándose. El tema a tratar es irrelevante. Lo importante es darle la visión
más mezquina que se pueda para, acto seguido, poder compartirlo con el mundo. Ciento cuarenta caracteres le bastan a
cualquier indigente intelectual para hacer daño a otras personas. Ni siquiera
saber escribir constituye ningún filtro. Basta con hacerse entender.
Ejemplos hay miles, pero por recordar algunos de los más
sangrantes, citaré el del niño con cáncer que quería ser torero y varios
miserables, que se decían antitaurinos, le desearon la muerte por Twitter. El
niño, finalmente ha fallecido esta semana y, durante unos días, sus padres
tuvieron que verse vilipendiados por esta gentuza que no merece ni medio segundo de atención.
Todo esto me ha llevado en ocasiones a preguntarme qué coño
pasa en el mundo occidental que justifique con cierta lógica todo este odio disparatado
y cruel que se lanza contra cualquier cosa que se ponga por delante. Una de las
respuestas que parecen más evidentes es que existen muchos más gilipollas de
los que pensábamos a nuestro alrededor. Sin embargo, no parece ser ésa la principal
causa. Es decir, para que alguien se convierta en un energúmeno debe existir
todo un proceso social y psicológico de mina de la autoestima que lleve a estos
individuos a un estado constante de ira y frustración y a una necesidad
irrefrenable de intoxicar a sus semejantes.
Llevo mucho tiempo en Twitter y siempre he observado que los
temas donde se generan bandos es donde se ve con mayor claridad esta escalada
de odio profundo que desemboca en publicaciones y tuits de lo más demencial.
Por supuesto, todos pensamos enseguida en la política, pero el odio entre
ideologías es de sobra conocido y viene de muy lejos. Me interesan más otros
temas más mundanos y que quizá os sorprenda saber que también generan un odio incomprensible
entre tipos con intereses a priori semejantes. Por ejemplo, la industria de los
videojuegos.
Algunos pensaréis que es de chalados pensar que una parte
importante del ocio que consumen muchas personas, como son los videojuegos, y
que suele asociarse a diversión y esparcimiento, genere odio. Pero la realidad
es que la comunidad de los videojuegos es una de las más tóxicas que pululan
por internet. La explicación procede de la identificación que muchos usuarios
hacen con las marcas de los productos que consumen. Es decir, aquel que se
compra una Play Station 4, tiende a defender su producto en contraposición a
aquellos que han adquirido sistemas de juegos diferentes como Xbox o Nintendo.
Es curioso ver en los foros, en Twitter o en YouTube, los
cientos y cientos de comentarios que se generan tras cualquier noticia que afecte
a una de las tres compañías. No son comentarios donde los usuarios hablen de
los juegos y compartan las alegrías de su hobby favorito, en absoluto. El mayor
tráfico de comentarios y reacciones está relacionado con una especie de guerra de consolas donde los usuarios de
Play Station se ríen de los de Nintendo o los de Nintendo entran a rajar sobre
noticias de Sony. Se llegan a generar volúmenes de visitas incomprensibles en
vídeos de YouTube donde alguien critica de manera abierta a otras compañías. En
este sentido, parece que existe una especie de necesidad en ciertas personas de
defender su compra, sintiéndose gravemente ofendidos cuando otro usuario
critica su producto.
Esto tiene connotaciones muy graves de baja autoestima y
discutible personalidad, porque nadie debería ligar su honor personal al de un
producto o una marca comercial, así como tampoco parece razonable odiar a otras
marcas por ser competencia de la “suya”. Estas broncas no suceden de manera
esporádica como alguien podría pensar. Lo preocupante es que a diario en los
comentarios de YouTube se leen barbaridades de todo tipo y forma; incluidas
amenazas de muerte hacia ciertos youtubers de uno u otro bando.
Es decir, cada día cualquiera puede comprobar de primera
mano el triunfo absoluto y aplastante del marketing de las multinacionales, que
han logrado generar millones de fans acérrimos a sus marcas, capaces de
defenderlas con fiereza allá por donde pasan. Es una publicidad infiltrada en
foros, en discusiones de Twitter y en cientos de videos de YouTube que hablan
constantemente de las citadas marcas y de sus productos. Nadie parece darse
cuenta de lo que ocurre, excepto los cerebros que hay detrás de las campañas publicitarias y los
diseñadores de estrategias globales de marketing de Nintendo, Sony o Microsoft.
Tan sólo es un ejemplo de los bandos que se crean en la red
y de los que surgen los llamados haters.
Sospecho que en algún momento de nuestra reciente historia, Occidente generó
una serie de problemas sociales relacionados con el consumismo enfermizo y con
la dispersión de la imagen que proyecta la publicidad, en la que millones de
personas fueron cayendo de manera gradual, asimilándolos como propios.
El deseo de poseer aquello que no se posee.
Una aliteración que encierra en sí misma poderosas consecuencias relacionadas
con una autoestima minada por el bombardeo de anuncios y por la lluvia fina de
mensajes que nos dicen lo estupendo que te hace este producto o el otro y lo
feliz que serías si te compraras no sé qué. Nuestra sociedad occidental, basada
en el mercado libre y salvaje, se ha dedicado durante décadas a provocar el
deseo en la persona y a transformar a la persona en consumidor.
Y el deseo no correspondido provoca insatisfacción,
frustración e infelicidad, pilares fundamentales del odio que nos rodea.