Pieles de bisonte, chalecos antibalas, sombreros de cowboy, banderas confederadas, Jim Crow, tatuajes de águilas, orgullo blanco, rifles de asalto, uniformes del Ejército, carteles de Make America Great Again…. Bienvenidos al apasionante mundo de QAnon y de la América rural, donde cualquier buena conspiración es bienvenida.
Lo ocurrido en el Capitolio, lejos de parecer una locura colectiva de miles de chalados pro Trump, escenificó uno de los temores que mucha gente tiene y del que muy pocos se atreven a hablar: la fragilidad de las democracias occidentales. Como quedó demostrado el otro día, ni siquiera la capital del país más avanzado del mundo es capaz de contener a una masa enfurecida y dispuesta a morir por sus ideas. El centro político de Washington D.C., que se encuentra en el barrio Capitol Hill, alberga algunas de las instituciones más importantes del globo, además de edificios históricos como el Instituto Smithsoniano, la Corte Suprema, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, el propio Capitolio y la Casa Blanca. Posiblemente, en Capitol Hill se concentra el mayor poder político de la tierra, capaz de tomar decisiones que nos afectan a todos por mucha distancia que haya por medio.
La seguridad existente en estas zonas no sólo es la visible a primera vista, que tan sólo supone el pico del iceberg, sino que en su mayor parte se encuentra bajo tierra a través de cientos de búnkeres erigidos para la protección de los dirigentes en caso de ataque. Se dice que de la Casa Blanca pueden surgir hombres desde todas las direcciones a través de salidas secretas instaladas en el jardín principal. El Servicio Secreto, que es una agencia que cuenta con más de 5000 trabajadores, proporciona buena parte de esta infraestructura de seguridad, ya que además de encargarse de la seguridad del Presidente y del Vicepresidente, son los responsables de guardar la moneda y de proteger embajadas extranjeras y dirigentes invitados a Estados Unidos.
Por otro lado, el Capitolio, como casi todas las instituciones, cuenta con su propia policía —United States Capitol Police—. Sin embargo, Washington no cuenta con el mando de la Guardia Nacional como otros Estados de la Unión, sino que éste depende del Presidente o el Vicepresidente.
Aún con todo ello, miles de personas se establecieron a las puertas del Congreso y el Senado americano y decidieron lanzarse al asalto sin ningún tipo de reparo. Es evidente que hubo órdenes de no intervención por parte de la Policía del Capitolio, puesto que les dejaron trepar las paredes, romper ventanas y colarse dentro sin ningún tipo de resistencia. Tan sólo algunos de los agentes que se encontraban en la Sala Principal del Congreso abrieron fuego tras atrincherarse en su interior y comprobar cómo los asaltantes intentaban entrar en la zona donde se hallaban los congresistas. En este contexto se dio la muerte de la ex soldado Ashley Babbit, que cayó fulminada de un disparo en el pecho.
Visto desde fuera y con cierto desconocimiento de la guerra cultural que se vive en América desde hace unos diez años, el análisis simple puede ser el de culpar de esto a Donald Trump y a otra cosa. Partiendo de que Trump es un impresentable, tengo que decir que el asunto es mucho más complejo y que se trata, más bien, de una escalada de acción-reacción fomentada por ambas partes desde hace años.
Existe una especie de conglomerado ideológico nacido en las universidades y en las grandes urbes de ambas costas que fue recogido, fomentado y distribuido por los grandes grupos mediáticos y por las Big Tech de Sillicon Valley. Este grupo socio-político, que basa buena parte de su forma de pensar en el posmodernismo y en la políticas identitarias, se ha dedicado desde hace mucho tiempo a señalar, ningunear e insultar al prototipo de hombre, blanco, hetero y republicano, desde múltiples flancos. Ya no pertenecen a él intelectuales clásicos de la izquierda como Noam Chomsky; más bien el estilo que se ha impuesto es el de Alexandra Ocasio-Cortez o la propia Kamala Harris.
En primer lugar, tenemos al feminismo desbocado que divide a la sociedad en categorías y que desprecia al hombre por el hecho de serlo, imponiéndole una carga conductual uniforme para todos los varones y poniéndolos bajo sospecha ante el testimonio de cualquier mujer.
Por otro lado, el movimiento Black Lives Matter combina una defensa de los derechos civiles de la minoría negra con un absoluto desprecio por la autoridad y por el hombre blanco, al que no duda es apalear en institutos, barrios, etc. La muerte de George Floyd supuso un impulso global a su movimiento, que está financiado por la Open Society de George Soros y que llegó a hacerse con el centro de Seattle con armas en la mano y a pedir la disolución de los cuerpos de policía de todo el país. Además, cuentan con ANTIFA a su lado, lo que les garantiza un plus de disturbios y radicalización por parte de los jóvenes blancos de extrema izquierda.
Por último y no por ello menos importante, el movimiento LGTBIQ+, ha sido el principal motor en redes sociales en las campañas de cancelación que se han ido llevando los últimos años contra centenares de artistas, actores, emperesas, escritores, políticos, profesores de universidad, etc… El movimiento trans/queer, en concreto, es el que concentra las mayores tasas de fanatismo. Su lucha se centra en que los Estados legislen sobre la autopercepción de género, por la cual cualquier persona sea vista social y legalmente según se perciba a sí misma. Aquellos que se han mostrado en contra de esta deriva hacia el irremediable caos, han visto cómo auténticas hordas les atacaban no sólo en redes sociales, sino en actos de presencia física donde son muy dados a aparecer para agredir a sus supuestos enemigos. Entre estos enemigos, por cierto, se encuentran buena parte de las feministas clásicas, ya que éstas alegan que las mujeres trans se están haciendo con espacios que por derecho corresponden a la mujer. Por eso, el movimiento LGTBIQ+ las llama TERFS y las odia profundamente.
Todo este conjunto de movimientos sociales han ido generando un ambiente irrespirable en todos los ámbitos culturales y sociales de Estados Unidos, ya que en todos ellos se exige una cuota de presencia en cualquier obra, libro, película, mesa redonda, programa de televisión, etc… que exista. De lo contrario, el creador de ese contenido recibirá negatividad y cancelación en campañas que sobrepasan la obsesión en redes sociales.
Por supuesto, los republicanos, la gente de derechas y la que vive en zonas rurales, alejadas de estos focos de movimientos sociales de new age, suelen ser los únicos que se posicionan en contra de todo ello, lo que les ha valido —con los años— un ninguneo constante y un apagón informativo entorno a su figura y sus ideas. La izquierda liberal americana, lejos de contentarse con ese desprecio a cerca de 70 u 80 millones de americanos, siguió apretando las tuercas con el objetivo de hacerlos desaparecer por completo de las de redes sociales. Mediante campañas de presión a las grandes Big Tech, éstas comenzaron a introducir políticas de restricción basadas en los “delitos de odio”, que son la gran excusa utilizada por la izquierda para aplicar la censura de toda la vida.
En este ambiente nocivo y tóxico para esa población, apareció un outsider del sistema como Donald Trump, que atacaba sin paliativos a todo el establishment social montado alrededor de los movimientos sociales citados. Aquello generó una conmoción en esa gente blanca y de clase media trabajadora, cristianos y defensores de la familia tradicional, que por una vez vieron en Trump a un político que denunciaba este abuso. Por supuesto, se lanzaron a votarle, lo que propició su victoria sobre Hillary Clinton y los últimos cuatros años.
Han sido cuatro años terribles a nivel social para América. La brecha política se ha ensanchado tanto que parecen dos poblaciones distintas. Por eso, que las elecciones americanas estuviesen tan reñidas no presagiaba nada bueno, porque los dos grupos sociales se jugaban gran parte de su bienestar los próximos años. Desde luego Trump no ayudó en nada durante el último mes y su comportamiento fue deleznable, pero tampoco los medios liberales fueron sinceros, ya que se dedicaron a tapar las vergüenzas de la familia Biden, en concreto del hijo mayor del Presidente electo.
Juego sucio, odios cainitas y lucha por el poder en medio una pandemia de las dimensiones del COVID-19. Las democracias occidentales viven en la cuerda floja, expuestas a la manipulación ejercida por las Big Tech; incontrolable ya estas alturas de la película (recomiendo el documental de Netflix “El Dilema Social”).
Veremos si Trump no era el mal menor. Y veremos si la elección de un presidente de 78 años no supone el relevo en breve de Joe Biden por Kamala Harris, en lo que a todas luces parece ser la estrategia a seguir.